Para llegar a mi casa hay que subir la cuesta más empinada de la ciudad.
Nadie se atreve con ella. Los carteros dejan la correspondencia en un buzón general que colocamos al pie de la pendiente. Su sindicato nos lo solicitó al ver que los empleados destinados aquí pedían continuamente la baja laboral. Los conductores de bus esperan abajo. Al principio, con un minuto de cortesía adicional, para perdonar el tiempo que tardamos en bajar, pero los nuevos han olvidado ese ritual y ya ni siquiera se detienen si no ven a nadie esperando delante de ellos. Los familiares y amigos que tenemos en la misma ciudad no nos visitan. Prefieren asumir el rol de anfitriones y no les importa limpiar las gotas de sudor que dejamos en el suelo brillante de sus casas, siempre y cuando les ahorremos subir la cuesta más dolorosa de la ciudad. Solo los vecinos de aquí la miramos indiferentes. Olvidarse de ella o darla por sentada, esa es la mejor manera de llegar a mi casa.
Uno puede pensar que qué desgracia, que pobre gente castigada con dolor innecesario. Pero hay una voz en nuestro interior que nos dice que las cosas están bien así, que no deben cambiar y que es suficiente. Siguiendo este impulso, llevamos décadas bloqueando a las grúas del ayuntamiento que vienen aquí para «mejorar la movilidad del extrarradio». Hemos visto lo que pasa cuando se ponen escaleras mecánicas y ascensores en los otros barrios. Los más viejos dejan de llamar a los niños para subir el carrito rebalsado con la compra de la semana, y los niños acaban olvidando sus nombres. A los currantes se les borra la sonrisa orgullosa de la cara. Los padres se dan cuenta de que en realidad no han hecho mucho, y sus hijos también. Los vecinos dejan de necesitarse, luego dejan de saludarse, y pronto se acusan entre ellos para culparse unos a otros de sus propias desgracias personales. No estamos seguros, pero creemos que hay algo en el sudor de la subida que mantiene el tejido vivo.
Un padre ofrece a sus hijos lo que ha aprendido en vida para sobrevivir a su medio. El mío me dejó una cuesta y esto es lo que yo les quiero dejar a los míos, la misma cuesta. No estoy seguro de que sea lo mejor; a veces me asaltan las dudas. Mis hijos visitan a sus amigos en los barrios planos y vuelven con preguntas a las que no sé responderles en su idioma: por qué no queremos ascensores, papá; por qué mis amigos no llegan a sus casas sudados como nosotros; cómo era antes de que yo naciera, papá.
Era igual, hijo —contesto yo. Siempre ha sido así.
La cuesta que hay que subir para llegar a mi casa es una irregularidad en el horizonte y un peso para el progreso, nos recuerda siempre el alcalde. Los del ayuntamiento se han dado cuenta de que nuestros músculos y nuestra determinación flaquean. Nuestros niños miran con curiosidad a las máquinas que vienen para modernizar el barrio, las únicas dispuestas a subir la última cuesta de la ciudad. De eso también se han dado cuenta.
Probablemente pienso así porque la nostalgia me empieza a lamer los pies. No lo sé. La cuesta desaparecerá y nuestro sudor con ella.